Porno chic

 

El imperio de los Sentidos. N. Oshima, 1976
El imperio de los Sentidos. N. Oshima, 1976

 

¿Erotismo y pornografía son dos categorías distintas? Instintivamente responderíamos que sí. Lo erótico hace parte del amor, del romanticismo y de la sensualidad; la pornografía en cambio está más cerca de lo obvio, lo obsceno y lo sórdido. Mientras el erotismo es de buen gusto, el porno es vulgar y ordinario. El cine al parecer no hace más que prolongar esta distinción. En las cintas eróticas el sexo no es el elemento central, no hay exhibición sin justificación. La insinuación y la provocación sexual no constituyen el núcleo central de la trama sino su complemento, incluso le añaden complejidad emocional a la cinta. La otra cara de la moneda –la cara sucia–, el cine porno, se decanta por la simpleza. No hay dirección artística, no hay intensión estética. Tampoco hay argumento. Sólo alaridos destemplados y dos o tres saludos ocasionales. Su mayor deleite consiste en mostrar genitales a diestra y siniestra sin excusas.

Lo interesante del asunto es que no siempre hubo tal disyuntiva en el cine. Hoy es claro que la pornografía es la prima fea del erotismo, pero no siempre fue así. A comienzos de los años 70 el cine porno gozó de cierto prestigio en Estados Unidos, y a medio camino entre el porno y el erotismo surgió una especie de tercera alternativa: el porno chic. Se trató de una tendencia que puso sobre la mesa la posibilidad de que la realización explícita del acto sexual –y no su simple simulación– se integrara al cine narrativo con el fin de explorar nuevas posibilidades visuales y artísticas.  El afán lucrativo propio del porno tradicional sería reemplazado por una visión más estética y retadora que requeriría, por parte de actores y realizadores, la valentía de recrear e incluir en sus cintas escenas de sexo real frente las cámaras, y por parte del público, la madurez para aceptar que estas secuencias no contradecían las aspiraciones artísticas de una película. En palabras de Linda Williams: “La pornografía como tal desaparecería, las estrellas porno cruzarían hacia el manistream y actores respetados considerarían el acto sexual como parte del desafío de su oficio”.

La mala noticia es que el porno chic nunca se materializó plenamente. La negativa fue doble: el cine comercial jamás pudo interiorizar los cánones del cine porno y la industria pornográfica no se tomó en serio la tarea de mostrar el sexo como una actividad emocionalmente compleja. Los únicos títulos que lograron trascender fueron El último tango en París (B. Bertolucci, 1972), Saló o los 120 días de Sodoma (P.P. Pasolini, 1975) y El imperio de los sentidos (N. Oshima, 1976). Fue Oshima quien más se acercó al objetivo: en El imperio de los sentidos la penetración heterosexual se inserta en una narrativa seria, por lo que la cinta se encuentra justo en el límite entre el erotismo y la pornografía. Bien por Oshima.

El porno chic, a pesar de su falta de éxito, tuvo una consecuencia inesperada: replanteó la línea divisoria entre el erotismo y el porno en una sociedad que hasta ese momento había separado estrictamente lo artístico de lo pornográfico. En otras palabras, hizo lucir algo hipócrita y pasada de moda la idea de que la excitación por parte del público contradice al arte. Por primera vez la audiencia y la crítica empezaron a preguntarse si una cinta podía calificarse como “objetivamente pornográfica”, o si se trataba de una clasificación subjetiva enteramente dependiente del moralismo del espectador. Y todavía nos estamos preguntando eso. Todavía queremos saber si existe un criterio preciso para calificar una cinta como pornográfica o como erótica . Para Nancy Prada Prada el asunto es más sencillo: “Cuando nuestros ojos están cargados de los preceptos moralistas, de “las grandes virtudes del hombre casto”, vemos pornografía en todas partes, pero cuando nuestra mirada está un poco más relajada, el límite se vuelve difuso”.

M. Dolores Collazos

Lo político en el Western [en más palabras]

Ricky Nelson y John Wayne y Dean Martin

Pensar en géneros cinematográficos es pensar en el Western. Los géneros cinematográficos nacen de la repetición de fórmulas exitosas y el universo Western es prueba de ello. Desde que los productores de Hollywood, hombres de negocios antes que cineastas, descubrieron lo fascinante que resulta para el público la conquista del oeste, no han parado de repetir estereotipos. En el Western las mujeres son madres, esposas, hermanas o prostitutas que necesitan protección; los hombres son anglosajones autoritarios que se enfrentan con bandidos o  indígenas nativos. La trama tiene lugar dentro de una estructura social incipiente –un pueblo pequeño e inseguro– cuya escasa población debe lidiar con problemas básicos ya resueltos en sociedades más complejas.

El Western clásico envía un mensaje muy claro: la realidad no es más que una mixtura entre lo civilizado y lo salvaje, lo culto y lo rudimentario, lo moral y lo inmoral. Los personajes del Western viven al borde del desmoronamiento de los principios sociales más elementales. La autoridad siempre es puesta en entredicho y esto justifica la aparición de paladines de la justicia, héroes de carne y hueso que evitan el caos haciendo del propósito estabilizador una empresa personal. Esta semi anarquía es el resultado de la lucha por instaurar la civilización, entendiendo por ésta un orden social unívoco fundamentado en la religión, el trabajo, la familia y el respeto a la autoridad. Es por eso que en el Western el empleo de la violencia es legítimo, pues es el único medio para doblegar a los enemigos del progreso y garantizar la estabilidad de los valores tradicionales frente a lo indómito del oeste.

El Western es profundamente político.  Al postular una serie de valores e instituciones como benévolas y deseables, el Western propone cierta hegemonía de la cultura dominante excluyendo patrones sociales diferentes. En el Western es impensable, por ejemplo, que una mujer no dedicada a la prostitución decida vivir sola, trabajar, y valerse por sí misma. De hecho, la gran hazaña del Western consiste en haber promovido mitos sociales fundacionales que ya difícilmente serán removidos de la conciencia nacional estadounidense, logrando llegar al gran público internacional. El Western enseña que la heterosexualidad y la familia son instituciones fundamentales para aceitar el engranaje social, que el estado, la policía y el sistema legal –encarnados en el tradicional Sheriff– son fuentes de poder legítimas e imprescindibles y que cierto grado de moral es necesario para el sano desarrollo de la vida pública.

 

M. Dolores Collazos

Breve Nota sobre el Nuevo Cine Latinoamericano. A propósito del caso Snowden.

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“«La revolución significa la vida, y la plenitud de la existencia, es la liberación mental: esto transforma la fantasía del inconsciente en nuevas realidades revolucionarias. Es la integración de la vida en la revolución”

Glauber Rocha.

El escándalo provocado por las revelaciones de Edward Snowden, el espionaje de Estados Unidos a varios países de América Latina y la retención del avión de Evo Morales en Viena me hacen pensar que quizá los cineastas del Nuevo Cine Latinoamericano (NCL) tenían razón: hay gente que conspira para dominar y reprimir a América Latina como región.

La consigna del NCL fue precisamente denunciar la presencia de estructuras de dominación opresivas provenientes del extranjero o de la clase dominante (justo lo que quiso hacer Snowden) y combatirlas mediante la creación de un nuevo lenguaje cinematográfico. Dicho lenguaje debería ser no solo coherente con la violenta realidad del continente, sino también capaz de expresar, de manera clara y directa, la renuncia de todos los sectores sociales a la ordenación elitista del poder. El reto del NCL era doble: en primer lugar, concientizar  al público de que todas las aristas de la sociedad latinoamericana están influenciadas por un sistema de dominación extranjero francamente aliado con la clase dominante; y por el otro, se comprometió abiertamente con los movimientos de liberación que estallaron a lo largo y ancho de América Latina en los años 60 y 70.

El primer paso para concientizar al público y romper con la dominación fue replantear la función de la tecnología en el cine. El razonamiento era más bien sencillo: ya que la capacidad narrativa del cine es de alguna manera el producto de la tecnología que se utiliza para grabar películas, quienes poseen la tecnología incrementan sus posibilidades de explorar, ejercitar y –principalmente– difundir su capacidad narrativa, su forma de hacer cine. Dicho de otro modo, para los cineastas del NCL el cine que se hacía y se veía en América Latina no era más que la imposición de las ideas e intereses de las élites que tenían acceso a la tecnología. Entonces, estando el cine latinoamericano condenado a repetir un discurso narrativo foráneo y totalmente ajeno a su realidad, el único camino posible era ser concientes de la dominación e intentar un método acorde con las carencias técnicas propias la región.

Una vez concientes de la dominación, el paso a seguir fue la creación de un cine activista y de oposición, esto es, un cine que sirviera como vehículo de denuncia, y sobre todo renuncia, a estructuras de poder arcaicas y opresivas. En otras palabras, el papel del cine en la revolución no era meramente descriptivo sino proactivo: el cine no promovía la revolución sino que era la revolución misma. Así, lo verdaderamente novedoso del Nuevo Cine Latinoamericano fue su incesante búsqueda de un concepto de Latinoamérica desde Latinoamérica , sus ansias de una sociedad más justa y mejor, y su genuina creencia en que el cine es y debe ser parte fundamental en la materialización de la consigna libertaria.

M. Dolores Collazos