El cine está en todas partes. Todos hemos ido a cine con amigos o nos hemos quedado en casa frente al televisor un domingo por la tarde viendo una película con los primos, los hermanos, los hijos o los papás. En los años 90, cuando yo empecé a acercarme al cine, alquilar una película era muy fácil para un hogar de clase media y era el plan de todos los fines de semana con mi papá.
Con la aparición del internet el consumo prácticamente explotó. Hay plataformas de pago mensual, alquiler a precios módicos y toneladas de contenido gratis, por no mencionar las bondades de la piratería. Cualquier persona con una conexión decente puede conseguir desde blockbusters hasta las películas más raras y experimentales, cosa que ha contribuido enormemente a la eliminación de intermediarios y al surgimiento de nuevas propuestas. Además del espacio doméstico, el cine ha colonizado nuestros espacios públicos. Los festivales de cine ya no son pocos ni exclusivos de los elegantes teatros de las grandes ciudades o de los glamourosos pueblos del Mediterráneo; al contrario, las muestras curadas y los festivales modestos se han tomado los parques y plazas de ciudades pequeñas y se han instalado en lugares tan inusuales como el mar o los cementerios. Los temas son igualmente variados. Los hay que celebran la diversidad sexual, los Derechos Humanos, la comida, y hasta el bigote.
Ahora bien, si hay tanto cine nuevo a nuestro alcance, si nuevas películas y documentales salen todos los días, si podemos acceder a un vasto universo en producción ahora mismo, ¿debería importarnos el cine de antes?, ¿deberíamos gastar dos horas viendo una película de, qué se yo, 1950, en vez de ver una de este año, de la que además todos están hablando? ¿vale la pena ver películas viejas?
Yo pienso que sí. Para empezar, la experiencia de ver películas viejas se parece a la de ver películas nuevas. Una película reciente no va a proveer necesariamente una experiencia más profunda o conmovedora que una de la primera mitad del siglo XX. Es posible emocionarse hasta las lágrimas con una película de los años 70 o con una del año pasado porque, aunque las películas estén ligadas a un marco histórico concreto, hay temas transversales que pueden ser tratados con la misma intensidad sin importar la fecha de estreno. El Séptimo Sello, de 1957, o La Duda, del 2008, retratan las dificultades de la fe cristiana y las complejidades de la moral del creyente y es difícil decir cuál de las dos ofrece emociones más intensas.
Por otra parte, hasta antes de la aparición de la televisión el cine era la forma suprema del entretenimiento. Por eso la relación entre el cine y la cultura popular siempre ha sido muy estrecha. Las referencias al cine clásico son una estrategia de comunicación recurrente en la literatura, la música, la publicidad, la moda y hasta en los noticieros, así que renunciar al cine viejo es en cierto modo renunciar a entender estas referencias. No es lo mismo ver Los Simpson teniendo cierto conocimiento básico del cine de antes que sin tenerlo. Las referencias al cine clásico son aún más habituales en el cine contemporáneo. El cine es el producto de un proceso creativo complejo que se apoya frecuentemente en la revisión y modificación de ideas ya exploradas, así que ver películas de antes puede ayudarnos a entender mejor lo que vemos ahora.
Por último, creo que ver películas viejas es una magnífica forma de entender el pasado. Desde su aparición, el cine ha sido una fuente inagotable de experiencias estéticas, lingüísticas y políticas, por eso el cine de antes nos da claves para explicar desde elecciones cotidianas –cortes de pelo, maquillaje o vestimenta – hasta tendencias culturales profundas y duraderas que marcaron generaciones. Yo entendí por qué mi mamá aparecía en las fotos de su temprana juventud con un extraño y recargado maquillaje cuando vi Cleopatra (1963), y entendí por qué mi papá y sus amigos posaban en las fotos con caras de machos rudos sólo después de haber visto un par de westerns. Por eso las películas viejas son ventanas al pasado, máquinas del tiempo al alcance de todos. ¿Cómo no verlas?
María Dolores Collazos