Qué raro ver a Ann Rice diciendo que cuando empezó a escribir Interview with the VampireLestat no era más que el antagonista de Louis, si después de ver la película queda claro que Lestat es un personaje imprescindible. En Lestat hay tanta pasión y tanta entrega que sin él Interview no sería más que una seguidilla de escenas de Brad Pitt llorando, mirando al horizonte, haciendo pucheros y caminando bajo la lluvia, que no es que me moleste, pero prefiero la complejidad de dos hombres vampiros, medio enamorados, medio hermanados, compartiendo la casa.
Hermoso momento de la relación amor-odio entre dos vampiros. Lo que sigue es morderse el cuello y vivir infelices por atraerse tanto. (Fuente)
El retrato de dos raros conviviendo es hermoso y conmovedor. Hermoso, porque no hay cómo quitarle la mirada de encima a dos vampiros terriblemente bellos enfundados en lino y terciopelo bordado que se desean entre los candelabros; conmovedor, porque esos dos hombres a la vez vivos y muertos se comprenden, se detestan y se necesitan por partes iguales. Se les ve juntos en fiestas y en cenas opulentas en las que no tocan ni un plato pero beben y se ríen de trivialidades. Se pasean por los bares del puerto y por el cementerio untándose de lo vulgar sin asco. Celebran su singularidad y se buscan y se encuentran entre seda, alcohol y sangre en el decadente New Orleans del siglo XVIII y no se me ocurre un mejor escenario para esta historia que una tierra llena de casas señoriales, zombies y sacerdotes Voodoo.
Lestat, sin embargo, ha perdido la decencia. Es un aristócrata en toda regla y lo será para siempre –nunca mejor dicho– como lo revela un detalle sutil al final de la película: se toma el tiempo de arreglarse despacio el bolero de la manga de su camisa mientras maneja un descapotable porque primero muerto que sencillo. Su motivación es el placer; la suya es una lujuria poco convencional porque no desea sexo sino sangre. Y cómo la desea. La busca, la prefigura y la huele. La acecha y la toma hasta satisfacerse sin pedir permiso ni disculparse porque para Lestat el mundo existe para su deleite personal y no entiende cómo Louis puede hacerse tantas preguntas teniendo a su disposición todos los placeres de la carne. Louis por su parte representa la moral y la empatía. A pesar de ver el mundo con otros ojos, ojos vampíricos, no olvida el dolor y la angustia de las vidas humanas y se niega a entregarse al hedonismo. Lo suyo no es ir de fiesta por el mundo mordiendo cuellos y desangrando gente, no, lo suyo es la compasión. Por eso Louis huye de Lestat aún siendo éste la única persona en el mundo que se parece a él y que lo entiende: Lestat es un remolino de egoísmo y sabe que junto a él tocará fondo tarde o temprano.
Entonces llega Claudia y eso sólo acelera el estallido. Ya antes de ella la vida cotidiana de Louis y Lestat era una olla a presión mal tapada: la típica relación tóxica en donde la pareja sufre pero se apega y el trato de igual a igual es reemplazado por puro abuso psicológico. El paso a seguir es procrear y la aparición de Claudia es providencial. Es adorable, está sola en el mundo y los necesita tanto como ellos a ella. Así esta extraña familia hecha de retazos se pasea por todo New Orleans portando su vampirismo con orgullo hasta que el conflicto es inevitable. Claudia es una adolescente atrapada en el cuerpo de un querubín de Miguel Ángel, la ira la consume y necesita respuestas, el problema es que sus padres no pueden dárselas porque no las tienen. Es más, Louis también las necesita. En ese momento Claudia y Louis empiezan un viaje de descubrimiento que es más bien una huida emocional, no sólo de Lestat, sino también de la horrible posibilidad de estar solos en el mundo. Y en este punto es imposible no empatizar con ellos dos. Al parecer los vampiros también son gregarios y cualquiera que sienta que es el único en su especie moverá cielo y tierra para descubrir con alivio que estaba equivocado.
Han pasado casi dos meses desde que el Covid-19 llegó al país que me acoge y el escepticismo inicial (“es una gripita nada más”) ha ido cediendo frente a la incertidumbre y el miedo. Al principio todo parecía normal excepto porque el desinfectante de manos voló de las droguerías pero ahora todos los negocios cerraron, hay muy poca gente en la calle y no hacemos vida social. Comemos, reímos, estudiamos y trabajamos desde la misma mesa, conversamos desde alguna app y se ha vuelto costumbre revisar primero que todo en la mañana la cifra de contagios.Sólo salimos para ir al supermercado y aún ahí tratamos de no existir: caminamos pegados a los congeladores o damos volteretas extrañas por los pasillos con tal de no contradecir la sacrosanta regla de conservar una distancia mínima de 1.5 metros con el prójimo.
En cuarentena voluntaria como estoy, no me queda mucho más que leer, ver películas y hacer aseo. Veo en Twitter que muchos se han dedicado al ejercicio y a hornear pan y me gustaría ser de ese grupo, cómo no si a mí me encanta el pan, pero no lo logro. Soy más de echarme en el sofá a ver Netflix y supongo que también está bien (¿en serio estamos para superioridades morales en plena pandemia?). También soy de las que buscan asociaciones y coincidencias para todo en el cine y por eso cuando la OMS se atrevió a llamar pandemia al Covid-19 busqué películas que recrearan el caos de la expansión de un virus por el mundo. Decidí ver dos películas que no había visto antes (Twelve Monkeys y Contagion) y repasar otra (REC).
En 1996 un virus terrible ha contaminado la tierra. Los pocos humanos que quedan viven en estrechos refugios subterráneos repletos de dispositivos electrónicos aparentemente inservibles. En medio de las incomodidades los científicos (todavía los hay) han logrado construir una máquina del tiempo para enviar personas al pasado tratando de averiguar quién o quienes liberaron el virus y quizá encontrar una cura. Sospechan que el virus es obra del Ejército de los 12 monos, un grupo antisistema que habría usado el virus en su cruzada contra la sociedad de consumo. Con esta información envían a Cole (Bruce Willis) al pasado: su misión es verificar si en efecto el virus fue liberado por el Ejército de los 12 monos y hacer lo posible por recaudar nuevos datos y hasta impedir la propagación. La comunidad científica en la ficción se hace las mismas preguntas que leemos todos los días en los periódicos sobre nuestro virus: ¿cómo se esparció? ¿habría sido posible detenerlo? ¿qué hacemos la próxima vez?
Pero todo sale mal: Cole no llega en la época indicada sino antes, a veces mucho antes, y en ese ir y venir empieza a dudar de la culpabilidad del Ejército de los 12 monos, de la rectitud de la comunidad científica y hasta de sus propias experiencias. Conoce a la doctora Kathryn Railly, que al principio no le cree que es un viajero en el tiempo pero después sí, y recorre con ella calles sombrías y edificios llenos de goteras buscando entender de dónde diablos salió el virus.
Dice Roger Ebert que lo interesante de esta película es que crea un universo en 130 minutos. Yo agregaría que ese universo, si bien es original, no tiene nada persuasivo. Nadie querría vivir en el mundo lleno de mugre, tecnología ineficaz y ropa grande que plantea Twelve monkeys.
Me pareció aburrida por sus diálogos inconexos, su teatralidad empalagosa y su música estridente para resaltar lo obvio. Su estética futurista es original pero en algún punto la película entera es demasiado: demasiado desorden, demasiado caos, demasiada suciedad. Demasiados indigentes tratando de hablar como profetas sin lograrlo. Hacia la mitad me di cuenta de que no me interesaba la suerte de Cole y la doctora Railly porque su historia romántica me pareció forzada e innecesaria, porque son personas muy simples y porque nada bueno puede pasar en un lugar lleno de vapor y óxido. También está la famosa aparición de Brad Pitt como integrante del Ejército de los 12 monos y aunque su actuación es buena y fue alabada en su momento creo que no es suficiente para salvar la historia.
Le concedo algo: la crítica a la comunidad científica está bien planteada y merecería una entrada aparte. Las imágenes de los animales en libertad son bellísimas.
Hace años escribí un ensayo sobre esta película y lo titulé “REC: horror en primera persona”. Una periodista (Ángela) y su camarógrafo (Pablo) recorren Barcelona para grabar Mientras usted duerme, un programa que pretende mostrar la vida de las ciudades en las noches bajo la premisa de que la normalidad diurna es el producto de una intensa actividad nocturna que no vemos. Una noche en particular visitan el cuartel de bomberos para grabar un episodio. Mala idea: hay más emoción en un monasterio trapense y Ángela tiene que hacer peripecias frente a la cámara para mostrar acción en donde sólo hay tedio y rutina. Hasta aquí todo muy Diario de Bridget Jones. De repente una llamada prende las alarmas: hay una emergencia en un edificio del centro de la ciudad; los bomberos corren al camión y los periodistas tras ellos. Pablo graba todo el tiempo.
En el edificio todo es un caos. Los vecinos reunidos en la entrada están aterrados; una mujer actúa erráticamente y hay gritos, sangre y confusión. También llega la policía. En algún momento les informan que el lugar ha sido puesto en cuarentena porque hay un brote infeccioso parecido a la rabia y nadie puede entrar o salir. Ángela y Pablo quedan atrapados en el edificio junto a los bomberos y los vecinos y entienden que tienen dos opciones: entregarse al pánico o aprovechar la cámara para grabar la insólita experiencia. Optan por lo segundo. La película deviene entonces un documental sobre el encierro, la impotencia, el miedo y lo fácil que se nos da buscar culpables en medio de la catástrofe. Todo pasa por el lente de la cámara de Pablo, todo es parte de Mientras usted duerme. El nombre del programa nunca ha sido tan acertado.
El gran aporte de la película es la naturalidad con la que todo pasa: de la manera más normal Ángela y Pablo visitan el cuartel de los bomberos, suben al camión y llegan al edificio. Asumen toda la acción desde el profesionalismo y eso le da puntos de verosimilitud a la película. Nunca vemos a Pablo (solo oímos su voz) porque siempre está detrás de la cámara. Gracias a él el público también está dentro del relato, de ahí la originalidad de la experiencia de inmersión total que propone REC (aunque en honor a la verdad The Blair Witch Project ya había hecho algo así, sólo que esta vez sale mejor). El sonido es un componente mayor. Conforme Ángela y Pablo se adentran en los vericuetos del edificio el ambiente es cada vez más lúgubre; la cámara de Pablo avanza por pasillos diminutos y mal iluminados y el espectador se entera de lo que está pasando sólo por los alaridos y golpes que se oyen a lo lejos y a veces no tan lejos (un poco como las peleas de Twitter). Al final uno se pregunta si todas las cuarentenas son iguales y frente al Covid-19 no somos más que un montón de gente muerta de miedo en un laberinto sin salida.
La película del Coronavirus por excelencia. Una mujer regresa de un viaje de negocios a su casa en Minnessota y dos días después muere en medio de terribles convulsiones. Los médicos están confundidos pero cuando el patrón se repite en varios países confirman que es una pandemia. Intervienen las autoridades nacionales y locales y en un abrir y cerrar de ojos hay ruedas de prensa, tropas desplegadas y gente mocosa por todas partes.
El inicio de la película es franco con el espectador. Los personajes se desplazan con sendas caras relajadas por escenarios conocidos (la casa, la cocina, la entrada de un edificio) mientras suena una música tensionante de fondo y uno sabe que en cualquier momento una bomba va a estallar. Es angustiante verlos tan tranquilos. Esa mujer y su familia van camino al abismo con los ojos vendados y no dan ganas sino de gritarles que no se toquen, que no se abracen, que no pongan los dedos ahí y que se laven las manos por el amor de Dios. Aparecen los primeros enfermos: un muchacho en Hong Kong, una mujer joven en Londres, un hombre de mediana edad en el transporte público de Tokio cuya crisis termina en YouTube. Cada cambio de escenario viene no sólo con el nombre de la ciudad sino con el número de habitantes para que el espectador calcule la magnitud de la tragedia. Hacia la mitad de la película el virus se ha propagado por medio planeta y parecería que la única salida para nuestra especie es enviar a dos o tres parejas sanas a Marte en una cápsula esterilizada.
Pero hay esperanza: la comunidad científica estadounidense (obvio) avanza a pasos de gigante hacia una vacuna. Los esfuerzos empiezan a tener sentido, de esta salimos. Se puede aplanar la curva, diríamos hoy. La virtud de la película consiste en hacer un esfuerzo serio por explorar los posibles escenarios de una pandemia y nueve años después de su estreno podemos decir que acertó. Los peligros de las noticias falsas, los funcionarios corruptos y los bien intencionados, los científicos comprometidos, los ciudadanos aterrorizados, los organismos ineptos, todo está ahí. A veces está ahí de forma insoportablemente evidente (¿en realidad era necesario ver al Dr. Cheever, del CDC, vacunando al hijo pequeño de la persona que limpia su oficina?) aunque casi siempre los diálogos son directos y bien pensados. El acento está en la imagen: hileras de camillas en hospitales improvisados, locales incendiados, turbas iracundas asaltando camiones con víveres, cadáveres sin funeral. Cada fotografía habla de la fragilidad de nuestra especie. Somos una sociedad pegada con babas.
El punto débil de la película es su confianza ciega en un orden mundial inalterable. Nunca se plantea la posibilidad de que la situación se le salga de las manos al gobierno al punto de obligarlo a pedir ayuda. Contagion es ante todo el retrato de Estados Unidos lidiando con una pandemia y eso implica un voto de confianza en el sistema; desde el principio está claro que el virus es una alteración pasajera y que volver a la normalidad es cuestión de tiempo. La primera economía del mundo desarrollado puede tambalear pero jamás caer. Y en este punto supongo que es demasiado pedir que una película de Hollywood prediga lo que nadie vio venir en la vida real: que Estados Unidos podría no ser el país que nos va a salvar, que China o la Unión Europeapodrían descubrir primero la vacuna y que cuando todo esto pase quizá nos habremos dado cuenta de que los grandes líderes no eran tan necesarios como creíamos porque los ciudadanos podemos organizarnos solos.
La escena final es muy buena y adecuada para explicar nuestro virus. Hay una pregunta que sigue vigente: el día que se descubra la vacuna ¿cómo nos organizamos para comprarla?
Después de ver Contagion creo que siempre me acompañará una voz para gritarme: “¡No metas la mano en ese maní de cortesía!”
El monarca de las sombras, de Javier Cercas, es uno de los libros más personales que he leído últimamente. El autor revela desde las primeras páginas que se había prometido no escribirlo y sin embargo el libro está ahí, en las manos del lector, lo que prueba que en algún momento Cercas rompió su promesa. Es un libro que no iba a ser escrito, una historia que no iba a ser contada, un relato familiar que iba permanecer en el olvido pero que supo atrincherarse por años en la cabeza del autor, como el monstruo baboso del ático, esperando el momento para saltar a la luz. A veces parecería que Cercas no tuvo más remedio que contar la historia antes de que se le convirtiera en un tranco en la garganta y que gracias a esa catarsis ahora anda liviano por la vida y con la frente en alto, como un beato recién exorcizado.
El protagonista de El monarca de las sombras es Manuel Mena, un tío abuelo del autor que murió en la guerra civil española luchando por La Falange cuando tenía 19 años. O quizá el protagonista es el propio Javier Cercas, que se acerca con cautela, vergüenza y hasta asco a esa parte de su historia familiar, pesada como una lápida, y acaba yendo y viniendo para salvar a Manuel Mena de terminar hecho harapos en la memoria de tres ancianos encogidos. O quizá la protagonista es Blanquita, la madre de Cercas, una mujer que pasó 30 años fuera de su pueblo natal y sin embargo no se fue nunca y que siendo niña lloró todas las lágrimas que podía llorar en la vida cuando Manuel Mena, su tío, regresó al pueblo en un ataúd. O quizá el protagonista es Ibahernando, el pueblo sencillo y apacible de clases sociales ficticias cuyos vecinos de toda la vida terminan matándose entre ellos para después sellar un pacto de silencio sobre esa esquizofrenia colectiva que fue la guerra civil. O quizá todos ellos sean los protagonistas y no valga la pena preguntarse qué tipo de historia es El monarca de las sombras sino más bien aceptarla como una carta de Javier Cercas para Javier Cercas, para Blanquita, y para España misma.
Hay cine en El monarca de las sombras. Asoma discretamente cuando Cercas enuncia que Ibahernando es su pueblo, no sólo su pueblo natal, que también, sino su pueblo del corazón. El pueblo de uno –dice Cercas– es donde uno dio su primer beso y donde vio su primer western y en la vida de Cercas las dos cosas ocurrieron en Ibahernando ¡así de importantes son loswesterns! (y en este punto cada lector se remite, estoy segura, a su propia historia, e intenta responderse ambas preguntas). Pero hay más: el cine tiene su propia voz en David Trueba, amigo de Cercas y director de cine que viaja con él a Ibahernando para entrevistar a un hombre que conoció a Manuel Mena. Es notable la conversación que sostienen Cercas y Trueba en el tercer capítulo del libro, cuando Trueba le advierte de los peligros de volver a escribir sobre la guerra civil después de Soldados se Salamina, un libro de Cercas que Trueba adaptó al cine con éxito. “¿De verdad vas a escribir otra novela sobre la guerra civil? Pero ¿tú eres gilipollas o qué?“, le dice por teléfono, “Escribas lo que escribas, unos te acusarán de idealizar a los republicanos por no denunciar sus crímenes, y otros te acusarán de revisionista o de maquillar el franquismo por presentar a los franquistas como personas normales y corrientes y no como monstruos“.
Trueba lo piensa mejor y cambia de opinión. Entiende que Soldados de Salamina es sólo un fragmento de una historia más larga y compleja: el héroe de la familia de Cercas era un falangista y eso también hay que contarlo. Entonces le aconseja escribir sobre Manuel Mena, “y así podrás dejar de escribir de una puta vez sobre la guerra y el franquismo y todos esos coñazos que te torturan tanto“. Graba una entrevista de 40 minutos titulada Recuerdos en donde habla El Pelaor, un contemporáneo de Manuel Mena cuyo padre fue asesinado por los franquistas en los alrededores del pueblo después de haberlo sacado de su casa a la fuerza. Trueba le señala a Cercas un detalle crucial: durante toda la entrevista El Pelaor se ponía nervioso cada vez que se le preguntaba por Manuel Mena. No era para menos: el Pelaor enterró a su padre a escondidas, sin la solemnidad de un velorio o de una misa, y ochenta años después estaba hablando de eso ante el sobrino-nieto del falangista más famoso de Ibahernando. Gracias a la cámara de Trueba Cercas entiende que no somos omniscientes, y que si ahora nos es muy fácil concluir que Manuel Mena estaba equivocado en lo político, en ese entonces no lo era tanto. Manuel Mena, a los 19 años, no tenía forma de saber que estaba luchando por una causa injusta.
En esa entrevista El Pelaor describe, sin proponérselo, La Violencia(y tantas otras):
“Entonces se mataba por cualquier cosa –prosigue–. Por rencillas. Por envidias. Porque uno tenía cuatro palabras con otro. Por cualquier cosa. Así fue la guerra. La gente dice ahora que era la política, pero no era la política. No sólo. Alguien decía que había que ir a por uno y se iba a por él. Y se acabó. Eso es como yo te lo cuento: ni más más ni más menos. Por eso tanta gente se marchó del pueblo al empezar la guerra”.
La ciudad de los prodigios. El día que compré el libro en realidad quería pedir un chocolate
Hace algún tiempo leí La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Debió ser hacia el 2016 porque Mendoza acababa de ganar el Premio Cervantes y por eso en La Central sus libros estaban exhibidos aparte, en una mesita pequeña, con una foto de él colgada en la pared y un cartelito que anunciaba su entonces reciente hazaña literaria. La semana anterior yo había leído en algún foro de internet una crítica positiva de La ciudad de los prodigios y no dudé en comprarlo. También compré un libro de Keret (iba a comprar algo de Saramago, pero siempre no). Después me tomé un café ahí mismo y pensé que mejor hubiera pedido un chocolate caliente.
El libro me gustó pero no lo pondría entre mis favoritos. Se lee fácil; narra la historia de Onofre Bouvila, personaje ficticio cuya historia de éxito y ascenso social desde la miseria hasta la burguesía transcurre entre las dos exposiciones universales de Barcelona (1888 y 1929). La ciudad es descrita como una metrópoli pujante de geografía privilegiada en donde cualquiera puede ser arquitecto de su propio destino siempre que tenga imaginación y ganas. Bouvila tiene las dos cosas. También tiene un excelente olfato para los negocios, una enorme capacidad para leer sus tiempos y muy pocos escrúpulos. Se busca la vida en los arrabales de la ciudad desde muy joven y poco a poco, sin pausa pero sin prisa, logra introducirse en los círculos sociales (y criminales) más exclusivos. Cuando está en la cumbre del éxito se topa con el cine. Una noche fría de invierno su amigo, el marqués de Ut, se presenta en su casa sin previo aviso para extenderle una extraña invitación: ¿Quieres que te mee un perro?. Bouvila acepta y los dos hombres parten hacia un local semiclandestino en donde se proyecta la película de un fox-terrier que mueve las orejas, saca la lengua, mira con curiosidad a la cámara y después orina. En medio de la oscuridad el público corre hacia la puerta para no mojarse; la calma se restablece cuando prenden la luz.
Bouvila queda maravillado y empieza su propia empresa cinematográfica. No recuerdo si triunfa o fracasa (creo que fracasa) pero sí recuerdo que disfruté mucho la lectura de un fragmento en donde Mendoza habla de la introducción del cinematógrafo en la sociedad barcelonesa:
“Al cinematógrafo, como a otros muchos adelantos contemporáneos, se atribuyen diversas paterninades. Varios países quieren ser hoy la cuna de este invento tan popular. Como sea, sus primeros pasos fueron prometedores. Luego vino el desencanto. Esta reacción se debió a un malentendido: los primeros que tuvieron ocasión de presenciar una proyección no confundieron lo que veían en la pantalla con la realidad (como pretende la leyenda inventada a posteriori), sino con algo mejor aún: creyeron estar viendo fotografías en movimiento. Esto les llevó a pensar lo siguiente: que gracias al proyector se podía poner en movimiento cualquier imagen. Pronto ante nuestros ojos atónitos cobrarán vida la Venus de Milo y la Capilla Sixtina, por citar sólo dos ejemplos, leemos en una revista científica de 1899. Una crónica de dudoso rigor aparecida en un diario de Chicago en ese mismo año refiere lo siguiente: Entonces el ingeniero Simpson hizo algo increíble: con ayuda del Kinetoscopio, al que nos hemos referido ya en estas mismas páginas una y mil veces, consiguió dotar de movimiento su propio álbum familiar. ¡Cuál no sería el estupor de amigos y parientes al ver paseando tranquilamente por la mesa del comedor al tío Jaspers, enterrado en el cementerio parroquial muchos años atrás; con su paletó y su sombrero de chimenea, o al primo Jeremy, muerto heróicamente en la batalla de Gettysburg. En agosto de 1902, es decir, tres años después de estas noticias disparatadas, un periódico de Madrid recogía el rumor de que un empresario de esa capital había llegado a un acuerdo con el Museo del Prado para poder presentar en un espectáculo de variétés las Meninas de Velázquez y la Maja Desnuda de Goya; el mentís que el propio periódico dio a esta noticia al día siguiente de su aparición no bastó para contener el aluvión de cartas a favor y en contra de esta iniciativa, una polémica que aún coleaba en mayo de 1903. Para entonces sin embargo lo que realmente era el cinematógrafo ya era del dominio público: un subproducto de la energía eléctrica, una curiosidad sin aplicación en ningún campo. Durante algunos años el cinematógrafo llevó una vida larvaria: confinado en locales como el de la plazuela de San Cayetano, donde el marqués de Ut llevó a Onofre Bouvila, no cumplía otra función que la de servir de señuelo a una clientela interesada básicamente en otros pasatiempos. Luego cayó en un descrédito absoluto. Los escasos locales que cuatro empresarios ilusos abrieron en Barcelona tuvieron que cerrar sus puertas al cabo de pocos meses: sólo los frecuentaban vagabundos que aprovechaban la oscuridad para descabezar un sueño bajo techado.”
La ciudad de los prodigios. Barcelona: Seix Barral, 2015, p. 363-64.