
¿Erotismo y pornografía son dos categorías distintas? Instintivamente responderíamos que sí. Lo erótico hace parte del amor, del romanticismo y de la sensualidad; la pornografía en cambio está más cerca de lo obvio, lo obsceno y lo sórdido. Mientras el erotismo es de buen gusto, el porno es vulgar y ordinario. El cine al parecer no hace más que prolongar esta distinción. En las cintas eróticas el sexo no es el elemento central, no hay exhibición sin justificación. La insinuación y la provocación sexual no constituyen el núcleo central de la trama sino su complemento, incluso le añaden complejidad emocional a la cinta. La otra cara de la moneda –la cara sucia–, el cine porno, se decanta por la simpleza. No hay dirección artística, no hay intensión estética. Tampoco hay argumento. Sólo alaridos destemplados y dos o tres saludos ocasionales. Su mayor deleite consiste en mostrar genitales a diestra y siniestra sin excusas.
Lo interesante del asunto es que no siempre hubo tal disyuntiva en el cine. Hoy es claro que la pornografía es la prima fea del erotismo, pero no siempre fue así. A comienzos de los años 70 el cine porno gozó de cierto prestigio en Estados Unidos, y a medio camino entre el porno y el erotismo surgió una especie de tercera alternativa: el porno chic. Se trató de una tendencia que puso sobre la mesa la posibilidad de que la realización explícita del acto sexual –y no su simple simulación– se integrara al cine narrativo con el fin de explorar nuevas posibilidades visuales y artísticas. El afán lucrativo propio del porno tradicional sería reemplazado por una visión más estética y retadora que requeriría, por parte de actores y realizadores, la valentía de recrear e incluir en sus cintas escenas de sexo real frente las cámaras, y por parte del público, la madurez para aceptar que estas secuencias no contradecían las aspiraciones artísticas de una película. En palabras de Linda Williams: “La pornografía como tal desaparecería, las estrellas porno cruzarían hacia el manistream y actores respetados considerarían el acto sexual como parte del desafío de su oficio”.
La mala noticia es que el porno chic nunca se materializó plenamente. La negativa fue doble: el cine comercial jamás pudo interiorizar los cánones del cine porno y la industria pornográfica no se tomó en serio la tarea de mostrar el sexo como una actividad emocionalmente compleja. Los únicos títulos que lograron trascender fueron El último tango en París (B. Bertolucci, 1972), Saló o los 120 días de Sodoma (P.P. Pasolini, 1975) y El imperio de los sentidos (N. Oshima, 1976). Fue Oshima quien más se acercó al objetivo: en El imperio de los sentidos la penetración heterosexual se inserta en una narrativa seria, por lo que la cinta se encuentra justo en el límite entre el erotismo y la pornografía. Bien por Oshima.
El porno chic, a pesar de su falta de éxito, tuvo una consecuencia inesperada: replanteó la línea divisoria entre el erotismo y el porno en una sociedad que hasta ese momento había separado estrictamente lo artístico de lo pornográfico. En otras palabras, hizo lucir algo hipócrita y pasada de moda la idea de que la excitación por parte del público contradice al arte. Por primera vez la audiencia y la crítica empezaron a preguntarse si una cinta podía calificarse como “objetivamente pornográfica”, o si se trataba de una clasificación subjetiva enteramente dependiente del moralismo del espectador. Y todavía nos estamos preguntando eso. Todavía queremos saber si existe un criterio preciso para calificar una cinta como pornográfica o como erótica . Para Nancy Prada Prada el asunto es más sencillo: “Cuando nuestros ojos están cargados de los preceptos moralistas, de “las grandes virtudes del hombre casto”, vemos pornografía en todas partes, pero cuando nuestra mirada está un poco más relajada, el límite se vuelve difuso”.
M. Dolores Collazos