Hollywood y el cineclubismo

Después de la Segunda Guerra Mundial  el cineclubismo transformó radicalmente la forma tradicional de consumir cine.  Los primeros cineclubes vieron la luz en Francia a principios del siglo XX –el primer cineclub fue fundado por Edmond Benoît-Lévy en París en 1907– pero no sería sino hasta la segunda postguerra que el concepto lograría cierta popularidad entre los círculos culturales e intelectuales de la época. Fue entonces cuando los cineclubes dejaron de ser células independientes para empezar a agruparse en estructuras de carácter asociativo. En 1945 sólo seis cineclubes integraban la Fédération Française des Ciné-Clubs (FFCC), pero en 1947, sólo dos años después, la FFCC no sólo estaba estrechamente vinculada al medio profesional cinematográfico sino que contaba con apoyo financiero estatal, pudiendo incluso lanzar su propia revista. La revista, claro, no podía tener otro nombre que Ciné-Club, y se convertiría en la tribuna del movimiento cineclubista.

Desde sus primeros números, la revista Ciné-Club pretendió contribuir a la formación de un público educado, capaz de abordar críticamente la cinematografía francesa. Los colaboradores de la revista –socios de los diferentes cineclubes frecuentemente con tendencias políticas de izquierda– escribieron largamente sobre la importancia de los cineclubes como espacios de acercamiento entre el público y los realizadores y sobre los modos de consumo alrededor del mundo. En este sentido, Ciné-Club puso sobre la mesa la inexistencia de algo parecido a los cineclubes franceses en Estados Unidos. Así, mientras Francia tenía los Ciné-clubs, Portugal los Belcines e Inglaterra contaba con las Film Societies, Estados Unidos carecía de cualquier estructura dedicada no sólo a presentar películas sino a reflexionar sobre ellas. En América, el público y la producción estarían evolucionando en esferas separadas; la relación entre espectadores y realizadores se reduciría al simple intercambio de dinero por diversión. Paul Chwat resumió lacónicamente la situación: “Hollywood produce, el público paga”.

El diagnóstico de Ciné-club sobre el cine americano no podía ser más desalentador: el espectador americano promedio no tendría elementos de juicio suficientes para emitir una opinión informada respecto del cine que se le ofrecía; esta falta de criterio desembocaría inevitablemente en una producción mediocre, diseñada exclusivamente para satisfacer los gustos de un público no educado –“Pura diversión de sábado en la noche”, según Emmanuelle Loyer–. Se trataría, entonces, de un público ligero, poco reflexivo y de risa fácil, incapaz de realizar cualquier tipo de control de calidad sobre sus opciones cinematográficas. Éstas, además, serían bastante reducidas: comedias, musicales y cintas de acción en donde los dilemas éticos o la crítica social estaban fuera de lugar.

La virulenta reacción contra el cine estadounidense tuvo consecuencias inesperadas. En primer lugar, los colaboradores de la revista, queriendo expandir el cine no comercial, se mostraron abiertos a la posibilidad de estrechar lazos con circuitos de producción y consumo afines al credo cineclubista. Ésta búsqueda inevitablemente desembocaría en el encuentro con la cinematografía soviética. Así, los logros de los soviéticos en la materia, es decir, su capacidad de dotar al cine de un objetivo a largo plazo que trascendiera la mera diversión del público y los intereses de los productores, fueron sistemáticamente exaltados por la revista. La nacionalización del cine en Polonia fue calificada como “el renacimiento del cine polaco” y la apertura de salas especializadas para niños, lejos de ser considerada una muestra de adoctrinamiento, fue vista como un esfuerzo serio en la promoción de un cine educativo,  experimento que Francia estaría en mora de replicar. Finalmente, el acercamiento a la Unión Soviética terminó por dotar a la revista de un tinte ideológico coherente con las primeras y más básicas aspiraciones del movimiento cineclubista: educar a la gran masa por el cine y para el cine.

En segundo lugar, la batalla por diferenciarse de la producción hollywoodense llevó a los cineclubistas a definir la cinematografía francesa siempre contraponiéndola a la industria americana. Así, si el cine francés era entre otras cosas una industria, en Estados Unidos el cine sería esencialmente una industria, razón por la cual ante el enorme despliegue técnico y las chequeras infinitas de los productores americanos Francia debería oponer su sensibilidad artística y su originalidad.

Esta actitud ciertamente evitó la penetración de los parámetros de consumo americanos en Francia –lo cual es un logro en aras de la diversidad en el cine–, sin embargo, el afán de mantener a raya la producción extranjera derivó en el rechazo per se de todo aquello producido en Estados Unidos. Dicho de otro modo, aunque el cineclubismo puso de presente el peligro de adoptar acríticamente el modo de consumo dictado por una industria dedicada exclusivamente al entretenimiento, su ferviente deseo de no dejarse contaminar por el modelo foráneo insinuó que la mera existencia de dicho modelo constituía una amenaza para la cinematografía francesa. La revista Cine-club, entonces, terminó por convertirse en el epicentro de un debate marcado por el nacionalismo chauvinista.

 

María D. Collazos