Mary Shelley, 2017 [en pocas palabras]

Mary Shelley

Haifaa al-Mansour

Reino Unido 

2017

Elle Fanning y Douglas Booth en Mary Shelley (2017)

Cuando era niña me gustaba la poesía y me encantaba ver a mi tía recitando Las abandonadas, de Julio Sesto. El poema describe la ruina social y moral de las mujeres que tienen hijos sin estar casadas, las mujeres que amaron creyendo también ser amadas y que van por la vida llorando un cariño, recordando un hombre y arrastrando un niño. Sesto las llama fruta caída –del árbol frondoso y alto de la vida– y fruta derribada –por un beso artero como una pedrada–; dice además que no hay quien las ampare, no hay quien las recoja y que son bagazo: bagazo de amor. 

Mary Shelley, la autora de Frankenstein, es una abandonada. Es huérfana, se lleva muy mal con su madrastra y parece no haber superado completamente la ausencia de su madre, Mary Wollstonecraft, una feminista de primera línea que murió poco después de traerla al mundo y por cuya memoria siente auténtica veneración. Mary además es escritora (nothing substantial, dice en algún momento) y ha crecido rodeada de libros porque su papá tiene un negocio editorial. En un viaje a Escocia conoce a Percy Shelley, un poeta apasionado, impredecible y casado que la deslumbra desde el primer momento. Huyen juntos y esa aventura no solo sella su destino como abandonada sino que es el comienzo de una serie de estrellones que la llevarán a escribir su célebre Frankenstein. 

Durante buena parte de la película la joven Mary Shelley no es más que un personaje secundario de Jane Austen: una adolescente curiosa y enamoradiza que se aburre tremendamente detrás de los anaqueles del negocio familiar en el Londres del siglo XIX. Escribe a veces, lee siempre y visita con frecuencia la tumba de su madre. También pelea con su madrastra, mira por la ventana y se cuenta secretos con sus hermanas a media noche, todas en pijama al lado de una vela y con el pelo en rulos. Todo es normal y hasta cursi en la vida de Mary hasta que aparece Percy. Inteligente, seductor y envolvente, Percy la mira como si la descifrara. Un peligro. Convencida de estar realizando la propuesta vital de su madre, Mary no lo piensa dos veces antes de saltar al vacío con él (me recuerda a Lydia Bennet) y además recluta a su media hermana en la aventura. El trio se instala en una buhardilla húmeda y presumiblemente helada en Londres y uno se pregunta cómo es que Mary todavía le tiene fe a eso. Pero la tiene. Cree en ese ménage à trois disimulado lo suficiente como para seguir a Shelley a Ginebra, donde pasaron el famoso verano lluvioso de 1816 junto a Lord Byron.  

La realidad empieza a golpear a Mary. Descubre que la proclamación de la libertad como valor supremo que propone Percy también implica libertad para relacionarse con otras mujeres, incluyendo a Claire. Ahora a Mary no le gusta (tanto) la libertad. En este punto de las cosas parece mentira que la madre de Frankenstein sea capaz de soltarle a su amante una tremenda frase de cajón en medio de una pelea: “no te pareces en nada al hombre que yo creí que eras“, le dice con los ojos hechos una piscina (¿en realidad Mary pensó que Percy era otra clase de persona? ¿en realidad era necesario un guión tan predecible?). El verano en la villa de Byron, si bien transcurre entre lujos y contemplación, le muestra a Mary que vive en tiempos carentes de humanidad o conmiseración. Sólo hay lugar para la ciencia, el pensamiento positivista no deja espacio para nada más. 

Hacia el final de la película aparece Frankenstein. El chispazo de electricidad que le da vida atraviesa primero la mente de Mary, que a fuerza de desengaños entiende que vive en una sociedad indolente y adicta a las reprimendas morales. De ese pantano moral no puede salir otra cosa que un ser defectuoso, huérfano como la propia Mary, que busca razones para explicar su propia existencia.

M. Dolores Collazos

El rey león, 2019 [en pocas palabras]

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(Fuente: Twiter @disneylionking)

El rey león

 Jon Favreau

Estados Unidos 

2019

Nostalgia, nostalgia, nostalgia y más nostalgia. La nueva película es lo que siempre quisimos cuando éramos niños: “¿te la imaginas con leones de verdad?”. Bueno, Disney parece haber oído nuestras súplicas. O mejor, parece haber entendido que los niños de los 90 ya somos adultos con capacidad adquisitiva dispuestos a ir a cine a repetir las historias que nos definieron como generación. La maniobra empresarial es muy elegante: las historias ya están escritas y no es necesario innovar, todo lo contrario, el público asiste precisamente porque no hay nada nuevo. El negocio es demasiado bueno para dejarlo ir y Disney está lejos de abandonar la cantera de millones de dólares de los live actions. 

El problema es que el resultado no es mejor que el original. Al menos no en este caso. La película es hermosa pero en algunos detalles desluce. Por ejemplo, los animales no muestran tantas emociones como en la versión animada: ríen levemente y se alegran y se entristecen con discreción. Parecerían incapaces de conmoverse; las caras no dan para más. En la película original los personajes son mucho más expresivos: son evidentes el amor de Mufasa por su cachorro, la angustia de Simba cuando se aproxima la estampida, o la rabia de Nala ante el despotismo de Scar. Simba tiene mucho más ritmo cuando canta el Hakuna matata en la versión del 94 y quizá sólo por ese detalle la prefiero. 

Y siguiendo por la vía del recorte de emociones, en la nueva versión de El rey león hay menos humor. Las hienas son menos divertidas y en general hay menos chistes. Pero el cambio más importante, por su enorme carga simbólica, es el de las voces: todas tienden a ser neutras. La historia misma de El rey león promueve los valores del totalitarismo y sería un exceso (y una estupidez desde el punto de vista comercial) asociar abiertamente a las especies del relato con comunidades que hoy están en el centro del debate, ya sea por sus inmerecidos privilegios o por su sufrimiento derivado de injusticias históricas. Supongo que Disney entendió que en estos tiempos de muros fronterizos y de inmigrantes muriendo en mares y desiertos es muy difícil vender la idea de que ciertas especies o razas se merecen su destino.

Quiero pensar que el hecho de que Disney haya neutralizado las voces es la consecuencia lógica de nuestro avance como sociedad. Cuando vi la película por primera vez me pareció normal que algunas especies fueran veneradas y otras repudiadas, que los bellos y nobles controlaran a los feos y vulgares, y que la permanencia en un mundo de abundancia y de recursos estuviera reservada para los que respetan el orden establecido. Tampoco me pareció malo que las hienas estuvieran condenadas a vivir como parias en un lugar oscuro más allá de la frontera (finalmente no eran más que un ejército de idiotas) y no pensé que fuera raro, mucho menos injusto o indignante, el hecho de que tuvieran un marcado acento mexicano en el doblaje al español. Hoy todo eso me parece incorrecto. Esa forma de ver el mundo es todo lo que está mal en nuestros tiempos y los ajustes a El rey León muestran que nuestro filtro ha mejorado, que somos más críticos, y que ya no soltamos una carcajada ni nos encogemos de hombros cuando un distinguido león le suelta un rugido en la cara a una hiena para recordarle cuál es su lugar. 

M. Dolores Collazos

(Aquí hay un reportaje de El País Semanal sobre el estado de conservación de los leones; las noticias no son buenas)

Magic in the Moonlight, 2014 [En pocas palabras]

Magic in the Moonlight

Woody Allen

Estados Unidos

2014

La película tiene muy buen ritmo. Los giros dramáticos de la historia suceden sin pausa pero sin prisa, encontrando el equilibrio entre no aburrir al espectador y aún así detenerse el tiempo suficiente para desarrollar bien las ideas. Algunos podrían encontrar hostigante el pesimismo del protagonista. La catarata de comentarios cáusticos que sale de su boca todo el tiempo y su ego aplastante (me recuerda a Sheldon Cooper, de The Big Bang Theory) pueden llegar a ser agotadores (no para mí). Los paisajes y el vestuario merecen una mención aparte. Cualquiera que valore la estética en una película va a disfrutar mucho viendo bonitos carros de los años 30 deslizándose por las ondulantes carreteras de la Riviera Francesa.

Con todo, habría preferido un final menos rosa. La película no pudo renunciar a los lugares comunes de las comedias románticas y eso es decepcionante pero vale la pena en general. No es una obra maestra (básicamente porque no hay un dilema ético profundo) pero tampoco es aburrida y ni mediocre.

M. Dolores Collazos